La experiencia religiosa es el principio y la fuerza de la relación.

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Intervención del profesor Giuseppina De Simone durante la conferencia en la Pontificia Facultad de Teología de Italia Meridional en Nápoles, el 13 de octubre, en presencia de los jóvenes de la VIII sesión que, pasando por Ostia, puerto cercano a Roma, llegarán a Marsella el 25 de octubre.

La experiencia religiosa como espacio de construcción de paz

Si, al final de esta mañana, nos preguntamos una vez más por qué las religiones pueden contribuir a la construcción de la paz, debemos responder que esto es posible desde la experiencia de la que proceden y que las nutre: la experiencia religiosa como experiencia de Dios. Vivida con autenticidad y comprendida en profundidad, esta experiencia se convierte en un espacio de encuentro, un lugar de relación por excelencia. La experiencia religiosa es lo que nos une, no lo que nos divide: es el principio y la fuerza de la relación.

Hablamos aquí de la experiencia religiosa como experiencia de Dios. Es esta experiencia la que reside en el corazón de las religiones, pero también en lo más profundo del ser humano: en todo ser humano que busca el sentido de la vida, que espera y anhela su plenitud.

Hablar de la experiencia religiosa es hablar de la intimidad más profunda de cada ser humano.
"La fuente más íntima de mi existencia", como la definió Friedrich Schleiermacher, filósofo alemán que vivió entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX.

Esto es cierto no sólo para los creyentes, cualquiera que sea su fe, sino para todos los seres humanos, incluidos aquellos que se declaran ateos o indiferentes.

En lo más profundo de nuestro ser, existe una relación que nos es dada y que nos atraviesa por completo. Una relación en la que nos movemos y para la que existimos, pues no somos el origen de nosotros mismos. Somos hijos del infinito. Por eso buscamos constantemente trascendernos, buscando algo más grande, algo por lo que valga la pena vivir: somos "gestos de trascendencia".

Descubrir que estamos habitados por una relación que nos precede, que nos constituye y que nos hace libres, no esclavos, es liberarnos de la ilusión de que podemos bastarnos a nosotros mismos, de la ilusión que nos empuja a colocarnos en el centro de todo, a construir el mundo que nos rodea, alrededor de nuestro grupo, hasta el punto de encerrarnos en un absoluto.

Somos relación, y lo más propio de nosotros, lo más íntimo de nosotros, es precisamente lo que no podemos reducir a nosotros mismos, sobre lo cual no tenemos ningún poder.

Y, sin embargo, la historia sigue dando testimonio de estos intentos de apropiación de Dios, de este deseo de hacer de Dios ya no el inicio del encuentro y de la relación con el otro, sino, por el contrario, el motivo de oposición, de ruptura, de negación de toda relación.
La relación que nos constituye es la que nos identifica en nuestra humanidad, pero con demasiada frecuencia la convertimos en el origen de identidades cerradas, duras como una piedra, impermeables a la presencia del otro, a sus esperanzas, a su sufrimiento, a su grito.

La violencia cometida en nombre de Dios es la forma más inhumana y devastadora de violencia, porque llega a las raíces más profundas de la vida y las distorsiona completamente: conserva la fuerza del compromiso, pero la desvía hacia aquello que destruye la posibilidad misma de la relación y el sentido de la humanidad.

De aquí proviene el uso político de las religiones y su instrumentalización al servicio del poder.

Debemos ser conscientes de esto.
Ejercer una vigilancia crítica es absolutamente necesario en estos tiempos de propaganda machista, donde reina una gran confusión.

Pero las religiones también deben ser conscientes de esto.

Es posible resistir esta manipulación si se fomenta el diálogo y la confrontación abierta entre religiones. Pero, más aún, es esencial que no pierdan el contacto vivo con la experiencia de la que emergen: una experiencia mayor y más amplia que las propias religiones.
La experiencia religiosa es patrimonio de la humanidad. Es un don precioso y frágil que debe ser protegido y cuidado.

En nombre de las religiones, de la experiencia de Dios y de la fe en Él, se han trazado fronteras para dividir, separar, oponer: fieles e infieles, nosotros y los demás… Pero también se han violado estas fronteras, se ha negado la libertad del otro, se ha pisoteado su derecho a existir.

En realidad, existe un vínculo entre la experiencia religiosa y la noción de fronteras, pero de un orden completamente diferente.
El límite que se da en la experiencia religiosa es el de una identidad en relación. La frontera entre el hombre y Dios, lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, se convierte en un espacio de encuentro: un lugar de relación sin confusión, un intercambio que no niega las diferencias, sino que las revela, les da rostro y nombre.

Si los seres humanos no estamos hechos para estar confinados en límites demasiado rígidos, si estos límites se convierten en muros o alambres de púas que sofocan nuestra humanidad hasta desfigurarla, es porque estamos hechos para las relaciones.
En esta relación que es la “profundidad del alma”, de nuestra alma –y que nos supera infinitamente–, la diferencia y las fronteras no se eliminan, sino que se acogen.
Pasa a través de nosotros en un movimiento incesante de “superación”, que es nuestra propia vida.

La experiencia de Dios es una experiencia de trascendencia, que nos hace plenamente humanos.
Es más grande que cualquier religión. No puede confinarse en una sola religión, y mucho menos en una sola cultura. Y, sin embargo, dentro de estas culturas, puede brotar como un manantial vivo, sin agotar jamás su riqueza.

Es la experiencia de relación que fluye del origen del que venimos y hacia el cual nos dirigimos.
La relación que nos trae al mundo y nos hace existir.
Somos relación de principio a fin, porque estamos inmersos en esa relación.
Es esto lo que nos convierte en seres hechos para las relaciones y lo que nos orienta hacia las relaciones como la realización de nuestra humanidad.
Reconocerse como relación es el principio mismo de la humanización.
Negar esta relación, romper el tenue hilo que nos une a los demás, hasta el punto de no sentir más el dolor del otro, es una forma extrema de deshumanización.

Las religiones pueden promover una cultura del encuentro, ser protagonistas de historias de diálogo y de paz y contribuir a hacer permeables las fronteras entre los pueblos y las culturas.
Pueden hacerlo desde la experiencia de Dios que los alimenta: la experiencia de la primera y más profunda “superación” que le toca vivir al ser humano.
Un “pasaje” que da forma, no disolviendo las identidades, sino extrayéndolas de su fuente más íntima; una universalidad que se abre en las dimensiones más profundas de lo singular y lo único, hasta el punto de hacerse uno con ello, como su mismo aliento.

El Mediterráneo que recorren los jóvenes de Bel Espoir nos ayuda a comprender que las fronteras están para ser cruzadas, para unir lo diverso.
Nápoles, ciudad mediterránea por excelencia, tiene mucho que enseñarnos en este tema.

En un texto de 1924, otro autor alemán, Walter Benjamin, definió a Nápoles como una ciudad “porosa”, no sólo por la roca sobre la que está construida en gran parte, sino sobre todo por el modo de vida reflejado en su arquitectura.
No hay una separación clara entre los lugares sagrados y la vida cotidiana, entre las casas y la calle, entre los momentos de fiesta y las rutinas ordinarias, sino un fluir, una “trascendencia”, podríamos decir, que abre un espacio de luz, de relaciones inesperadas y sorprendentes, un espacio de acogida e invitación.

Nápoles ha sido siempre una ciudad de acogida, donde se puede experimentar la fuerza de las relaciones, gracias también a una fe que se ha convertido, con el tiempo, en una fe popular, arraigada en la vida cotidiana.

Redescubrir la fuerza de las relaciones, a partir de la relación que nos constituye, es la trascendencia que siempre debemos ser capaces de experimentar, una trascendencia necesaria para el crecimiento de la paz, aquí, en el Mediterráneo, como en todo el mundo.

Publicado el 15 de octubre de 2025