Francesc, España

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Nuestros días en el barco me llevaron a cuestionar no solo mi trayectoria personal, sino también la cuestión más amplia del sentido de la vida misma. A veces parece que todo es arbitrario: nacemos en un lugar, no en otro; en una familia, con una historia, entre innumerables posibles. Los filósofos hablan de absurdo, esa tensión entre nuestra necesidad humana de sentido y un universo que no nos da respuestas fáciles. Sin embargo, en esa misma tensión, encuentro una belleza sorprendente. Quizás la vida no se trata de encontrar un propósito fijo, sino de crear uno juntos, momento a momento.

Aquí, la fe juega un papel. La religión no borra lo absurdo ni lo arbitrario; al contrario, ofrece un horizonte, una dirección hacia la que podemos caminar incluso cuando el terreno bajo nuestros pies se siente incierto. Creer que hay más que la casualidad, que nuestras vidas están inscritas en una historia más grande, nos permite abrazar la fragilidad con valentía. No resuelve todas las preguntas, pero las transforma en una invitación a vivir con amor, a construir con otros, a confiar en que nada carece de sentido si se da con sinceridad.

Esta reflexión se conecta con la cuestión de las naciones y las fronteras que abordamos. Siento cada vez más que el sistema de estados tal como lo conocemos está obsoleto. Las fronteras de 2025 ya no tienen sentido cuando dividen a personas que deberían estar unidas. Pienso, por ejemplo, en mis hermanos y hermanas de Argelia o Egipto, con quienes compartimos siglos de historia, cultura e intercambio. ¿Por qué debería sentirme distante de ellos, mientras que al mismo tiempo me dicen que estoy naturalmente más cerca de alguien de Letonia o Alemania simplemente porque ambos pertenecemos a la Unión Europea o al mismo continente? Por supuesto, valoro el proyecto europeo y los vínculos que ha creado, pero no puedo ignorar que también revela las contradicciones de la pertenencia: integración por un lado, separación por el otro.

Esta paradoja me muestra que nuestras líneas son invenciones humanas, no verdades eternas. La naturaleza las ignora. Biomas como mares, bosques y desiertos cruzan fronteras sin pedir permiso. No deberíamos ser prisioneros de líneas obsoletas en un mapa; al contrario, deberíamos atrevernos a redibujarlas, o mejor aún, a mirar más allá.

La migración pone de relieve esta verdad. Nuestro mundo habla constantemente de flujos de personas, como si fueran una amenaza o un problema. Sin embargo, la migración es la acción más humana: la búsqueda de dignidad, seguridad y futuro. Es tan antigua como la humanidad misma. Lo que me impactó en el barco fue cómo la migración a menudo se presenta como un caos, cuando en realidad revela el orden más profundo de la existencia humana: que todos somos viajeros, siempre en movimiento, siempre buscando un hogar.

Al mismo tiempo, el sufrimiento de los migrantes nos confronta con nuestras propias contradicciones. Celebramos la libertad de movimiento para turistas o mercancías, pero la criminalizamos para quienes se desplazan por necesidad. Pretendemos construir una Europa de derechos y valores, pero permitimos que el mar, el mismo mar por el que navegamos pacíficamente, se convierta en un cementerio para miles de personas. Esto me duele profundamente, porque demuestra lo frágil que puede ser nuestro sentido de la justicia ante el miedo y la diferencia.

Y, sin embargo, también vi cómo la migración puede ser un lugar de encuentro. En el barco, durante nuestras conversaciones, percibí el anhelo de un futuro donde las fronteras no sean muros sino puentes, donde quienes llegan no sean tratados como extraños, sino como vecinos. La migración, si se acepta con humanidad, tiene el poder de renovar nuestras sociedades, de recordarnos que la identidad no se trata de exclusión, sino de apertura. Nos desafía a reconocer que todos pertenecemos a la misma historia, llevados por el mismo mar.

Para concluir, lo que más me conmovió durante este tiempo fue la sinceridad de nuestros intercambios y la valentía de plantear juntos preguntas incómodas. Lo que me dolió a veces fue darme cuenta de lo lejos que está nuestro mundo de vivir estos ideales, de cuánto miedo y división persisten. Lo que ha cambiado para mí es un sentido más claro de la responsabilidad: no puedo permanecer impasible ante la injusticia, sino que debo trasladar estas reflexiones a mi trabajo y a mi vida diaria. Lo que me da esperanza es la misma comunidad que construimos durante aquellos días: frágil, diversa, imperfecta, pero profundamente humana. Si una comunidad así es posible en un pequeño barco, también lo es a mayor escala, para la humanidad en su conjunto.

 

Francisco

Publicado el 23 de septiembre de 2025 en